El modelo catalán de las viviendas colaborativas. El artículo 240 Código civil de Cataluña

Andrés Labella Iglesias

Publicado en Diari de Tarragona,  13 de octubre de 2019.

La longevidad será una constante durante el siglo XXI. Las proyecciones de población del IDESCAT para 2050 anticipan que en Cataluña superaremos los 2’5 millones de personas mayores de 65 años (30 % de la población); un millón de personas y diez porcentuales más que hoy.

Estos datos que se venían anunciando desde la década de los ochenta fueron la causa para que el legislador catalán adoptase medidas con las que afrontar las necesidades emergentes de los cambios de la pirámide poblacional.

La Ley 19/1998 de 28 de diciembre reconoció que, al margen de los matrimonios y las parejas estables, en la sociedad catalana se presentaban otras formas de convivencia basadas en la ayuda mutua, especialmente entre personas mayores que trataban de poner remedio a sus dificultades, como la soledad y el incremento de costes para cuidados.

La Ley 25/2010, de 29 de julio, las incorporó al libro II del Código Civil Catalán relativo a la persona y la familia, en su artículo 240 titulado “Las relaciones convivenciales de ayuda mutua”. Son constituidas por dos o más personas que conviven en una vivienda habitual y que comparten, sin contraprestación y con voluntad de permanencia y ayuda mutua, los gastos comunes o el trabajo doméstico, o ambas cosas.

Desde el punto de vista subjetivo, los convivientes con relación de parentesco colateral sin límite de grado, es decir, hermanos, sobrinos o primos, y las personas que mantienen una relación de amistad o compañerismo, pueden constituir una relación convivencial, siempre que no formen matrimonio o pareja estable con otra persona con la que convivan. El número máximo de convivientes en caso de amistad es de cuatro.

Se pueden formalizar mediante escritura notarial, que es lo más aconsejable en aras de la seguridad jurídica, o bien, por el transcurso de dos años de convivencia ininterrumpida. La extinción se produce por el acuerdo de los convivientes, la voluntad unilateral de uno de los miembros, la muerte de un conviviente o por causas pactadas en el momento de la constitución.

Los efectos de la extinción se pueden proyectar sobre la vivienda continuando durante un periodo de tiempo el derecho de uso del conviviente no titular de la vivienda; así como puede nacer el derecho a una pensión periódica en caso de defunción.

La vivienda habitual constituye con esta institución el continente y núcleo de desarrollo de una relación colaborativa que promueve la solidaridad y un sentimiento de pertenencia, que genera lo que se podría llamar una relación quasifamiliar para colmar las necesidades básicas de la vida diaria y carencias afectivas, bien por causas naturales, bien por la emancipación de los otros miembros de la familia.

La previsión de crear un registro no prosperó por lo que se carece de datos que permita valorar su aceptación social, si bien muchos de nosotros conocemos situaciones asimilable que, sin saberlo, constituyen una institución con derechos y obligaciones, así como bonificaciones fiscales en el caso de que tras el fallecimiento se produzca una sucesión hereditaria entre los convivientes.

Así las cosas, nos planteamos algunas preguntas: ¿Podría plantearse una relación colaborativa de este estilo pero entre diferentes viviendas? ¿Podría un matrimonio o pareja crear una relación colaborativa así con otras personas? ¿Están diseñadas arquitectónicamente las viviendas para estos modelos de convivencia o precisarían unas distribuciones más flexibles y con mayor intimidad? ¿Sería útil como complemento de las cooperativas en régimen de cesión de uso (un tipo de cohousing)? ¿Podría formar parte de las estrategias para ciudades inclusivas y smart cities? El tiempo dará algunas de las respuestas; las otras quizás deberemos buscarlas a través de la investigación.